La reciente reunión de los BRICS, la alianza difusa originada hace diecisiete años por las economías emergentes más grandes del mundo, ha sido recibida con la consabida colección de reacciones que estas ocasiones producen. Desde la izquierda latinoamericana, el entusiasmo por el ejercicio de alejarse de los Estados Unidos, siquiera retóricamente, no asombra; desde las derechas más convencionales, BRICS es una suerte de alianza non sancta que habría que exorcizar para lograr volver al paraíso neoliberal.
La realidad se halla, como suele pasar, al medio. Si en 2006 BRICS era una alianza más o menos pareja de economías emergentes con una agenda más o menos compatible, en 2023 estamos ante un grupo tan claramente bajo el peso de China que parece extraño que se considere que es una salida antiimperialista el solo cambiar de imperio. Al mismo tiempo, el modelo económico del que depende China es tan globalista como el que promueve los EE.UU., con énfasis de interés propio.
El G7, que sería la entelequia contra la que surgió BRICS, es mucho más coherente políticamente y en desarrollo y bienestar social; además se mueve claramente hacia una transición energética como ni siquiera China puede intentarlo; varios de los nuevos ladrillos son reinos absolutos sostenidos por la explotación de hidrocarburos, mientras otros como Sudáfrica y en buena medida China dependen de la generación eléctrica mediante carbón para hacer que sus economías funcionen, aunque, en el caso de Sudáfrica, funcionar es un tanto generoso.
Para una economía pequeña y una democracia precaria como la peruana, que no puede aspirar a ser parte de ninguno de los dos clubes, la cuestión de fondo es cuál ofrece una entrada a la globalización que ponga nuestros intereses en alguna paridad con aquellos de los miembros de dichos clubes. Lo que le interesa al G7 es en parte democracia, pero sobre todo economías abiertas y comercio más o menos libre.
Al BRICS le interesan economías abiertas y comercio libre, pero en sus términos, sin evaluaciones crediticias condicionadas por premisas democráticas. Ambos clubes quieren sus sistemas de transacciones globales en términos favorables, sea el que ya existe que fue creado por EE. UU. o el que le gustaría a China que evita censuras comerciales o políticas de Estados Unidos.
Recordemos la experiencia en eso de acomodarnos tras una potencia —regional— cuando decidimos en 2006 que nuestro desarrollo pasaba por aceptar ser comparsa del desarrollo brasileño: no es que haya ido muy bien. En este tablero de ajedrez el que gane definirá cuánto espacio queda para nosotros en los márgenes del juego, buscando lo que nos fortalezca como sociedad. ¿Cuándo nos tomaremos en serio un tema como este?