La noche era testigo de mis pasos lentos y pesados mientras me dirigía a casa. Era un domingo diferente, con una vibrante mezcla de bohemios y risas que llenaban las calles, creando una atmósfera inquieta y peculiar. A pesar del bullicio, sentía una soledad casi palpable, una compañía invisible que solo podía notar en el silencio de mis pensamientos.
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Me detuve en una fuente de soda, anhelando un breve respiro. Mientras esperaba mi pedido, unos ladridos insistentes captaron mi atención. Dos perros, enfrascados en una pelea, rompían la armonía de la noche. Lo extraño era que el perro más enjuto, con su cuerpo flaco y maltrecho, parecía ser el vencedor. Me acerqué con suavidad, apuntándoles con el dedo y pronuncié en un tono firme pero compasivo: “Los animales de Dios no pelean.” Ellos se detuvieron, quizá entendiendo el mensaje en mis ojos.
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Con mi pedido en mano, salí por donde había entrado. Algo había cambiado; ya no me sentía solo. Sentía una presencia y, al girar, lo vi. Un perro chato, con su cuerpo flaco y su pelaje sucio y enredado, me seguía. Sus ojos, aunque cansados, brillaban con una mezcla de esperanza y curiosidad. Su andar era torpe, evidenciando el hambre y el abandono que había sufrido. Me conmovió hasta lo más profundo de mi ser.
Como un doglover confeso, mi primer instinto fue compartir mi comida con él, pero sabía que no sería lo mejor para su delicado estómago. Así que decidí que le daría las croquetas de mis perros al llegar a casa. Con una voz suave y llena de cariño, le pedí paciencia. “Espérame, amigo. Pronto tendrás algo mejor.”
El camino a casa se sintió interminable, pero finalmente llegamos. Le pedí que esperara fuera, prometiéndole que no tardaría. Corrí dentro, mi corazón acelerado por la emoción y la preocupación. Tomé las croquetas, ansioso por volver a él. Apenas pasaron unos minutos, pero cuando regresé, el perro ya no estaba. Desaparecido, como si se hubiera desvanecido en el aire.
Desesperado, caminé unos pasos más, buscando con la mirada. Lo vi, acurrucado bajo un asiento donde un señor mayor descansaba. Aliviado y con una sonrisa, me acerqué al perro y al hombre. “Hola, buenas noches,” saludé mientras me agachaba para ofrecerle la comida al perro. El señor, con una sonrisa cálida, me miró y dijo con una voz cargada de sabiduría: “Eso de ser perro.”
Sus palabras resonaron en mi mente, llenas de significado. Ser perro no es solo una condición física; es una lección de humildad y resistencia. Es la capacidad de seguir adelante, a pesar del abandono y el dolor, y de encontrar esperanza en la bondad de un extraño. En ese momento, comprendí que la compasión y el amor no tienen límites, y que cada pequeño acto de bondad puede hacer una gran diferencia.
El perro comió con avidez, su cola moviéndose en un rítmico agradecimiento. Me quedé allí, observándolo, y me di cuenta de que, aunque en mi casa solo podía tener tres perros, en mi corazón siempre habría espacio para mil. Porque ser un amante de los perros no es solo cuidar de ellos, sino entender y aprender de su espíritu indomable y su capacidad infinita de amar, a pesar de todo.
Y así, esa noche aprendí una valiosa lección: en la simpleza de un acto de bondad, se encuentra la grandeza de ser humano. Eso de ser perro, después de todo, es también eso de ser humano.
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